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viernes, 24 de octubre de 2008

IMPUESTOS VERDES



publicado en Red Circle nº 15
Reforma fiscal verde
Por Renato Bernasconi

Mientras la receta imperante indica que hay que reducir los impuestos a trabajadores y empresas, algunos países como Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda y Finlandia se embarcaron en la denominada ‘reforma fiscal verde’, un modelo en que nuevos y muy variados impuestos ambientales juegan un papel fundamental. Hágase una idea: la tesorería de Noruega recaudó 92 millones de dólares en el 2006 sólo por el gravamen que en ese país recae sobre los envases desechables. La reforma tiende a eliminar distorsiones estructurales en el sistema económico, tales como los subsidios inadecuados a la energía y el transporte, o hacer pasar el impacto ambiental como una “externalidad negativa”. De pasada, busca dar una señal a los mercados.

A primera vista, los impuestos parecen estar en franca decadencia. El impuesto a la renta, por ejemplo, está en retirada universal. Pero no todos los tributos están desapareciendo de la faz de la Tierra. Desde comienzos de los años noventa, e impulsados por los entonces poderosos partidos ecologistas, los países nórdicos de Europa echaron a andar una ‘reforma fiscal verde’, con toda una batería de nuevos impuestos ambientales, la mayoría inspirados en la lucha contra los gases de efecto invernadero: impuesto al carbón, impuesto al petróleo, impuesto a los motores, a las emisiones de CO2, al aceite mineral, al sulfuro... Esta reforma, inspirada en el principio “el que contamina paga”, comenzó a ser aplicada en Suecia (1991), Noruega (1992), Dinamarca (1994), Holanda (1995) y Finlandia (1997), países que parten de una filosofía común y aplican el mismo conjunto de soluciones.

Desde el punto de vista técnico, la reforma apunta a un ajuste estructural de la economía. En primer lugar, tiende a “internalizar” el costo que una determinada actividad tiene sobre el medioambiente. Esto significa que si un agente económico afecta el bienestar de otras personas contaminando el aire, el agua o cualquier otro recurso, debe pagar por ello. Así, la contaminación deja de ser vista como una “externalidad negativa” (en la que el costo de devastar los recursos naturales recae sobre un tercero que no interviene en el proceso productivo, que suele ser nada menos que la propia víctima del desastre). En el nuevo escenario, se impone una lógica muy simple: si una fábrica puede contaminar menos a bajo costo, buscará reducir las emisiones para evitar el pago fiscal. Por el contrario, si su capacidad de descontaminar es pequeña y costosa, entonces estará dispuesta a pagar el impuesto.

Por el lado de los consumidores también se aplica una lógica sencilla: todos aquellos productos, o incluso costumbres, que se quiere hacer desaparecer, van con sobreprecio. Que el mercado, tan eficiente para muchas cosas, se encargue también de limpiar la cadena de consumo. Si usted vive en Europa e insiste en preferir productos con envases sobredimensionados, pague más. Solucionado el problema. Pague también un dinerillo extra si le gusta ese vinito andino que salió de un valle perdido en un camión nocturno, ese que después viajó semanas en un petrolero de la flota mercante Panameña. El que llegó a Rotterdam y con gran prontitud fue cargado en un monstruoso diesel que aplanó 800 kilómetros de autopista, el mismo que llegó a la bodega de alguno de los mayoristas de su ciudad, en fin, el que pagó varias veces su precio por recorrer el mundo encerrado en máquinas humeantes, todo para llegar a la góndola de su supermercado. Desista. Use otra cosa. Y haga lo correcto: prefiera productos de menor impacto en su amenazado planeta.

Noruega es un buen ejemplo del éxito que han tenido estas reformas. La experiencia de dicho país con impuestos verdes data de 1971, cuando las autoridades decidieron gravar el azufre del aceite mineral. Hoy, los noruegos tienen impuestos que gravan desde gases de efecto invernadero hasta envases de bebidas (el 5,5% de los impuestos percibidos por el fisco proviene de gravámenes ambientales y relacionados con la energía). Y cómo no: parte de la recaudación va a financiar programas de innovación tecnológica que generen productos seguros para el medioambiente.

Para que se haga una idea: en la lista de impuestos verdes aplicados en Noruega aparecen 21 cargos diferentes, desde el tradicional permiso de circulación de los automóviles hasta el gravamen que le aplican al envase de las bebidas. Hay impuestos a los automóviles que funcionan con diesel, a la emisión de gases de efecto invernadero, a los motores marinos, al uso de sulfuro, a los pesticidas... por uno de ellos, el que grava a los condenados envases de bebida, el fisco local recaudó nada menos que 75 millones de dólares el 2006. Otro impuesto, el que cobran por los envases desechables en general, reportó 92 millones de la moneda norteamericana a las arcas fiscales. Y si le parece que esas cifras son grandes, vea estas: 1.321 millones por el impuesto al petróleo, 3.000 millones por registros de vehículos a motor, 952 millones por consumo de electricidad. Para nosotros, esos montos son monstruosos. Compare: la tesorería chilena recaudó 9.000 millones de dólares por todo el impuesto a la renta en 2006. El total de impuestos que recauda nuestro fisco, incluyendo todo, el impuesto a la renta, el I.V.A. el impuesto a la bencina, al Kino, al tabaco, al alcohol, a los actos jurídicos, y cuanto impuesto existe, es de 26.000 millones de dólares (2006).

Tradicionalmente, la mayor parte de los países utilizaban instrumentos legales para la protección del medioambiente, siguiendo un esquema regulatorio que se podría resumir así: el estado crea normas, fiscaliza su cumplimiento y castiga al que sale de los márgenes circunscritos por la ley. Es el caso de Chile y sus reglamentos, normas de emisión, estudios de impacto ambiental, etc. Los impuestos verdes, en cambio, forman parte de una batería de instrumentos económicos, entre los que se cuentan también los gravámenes (por ejemplo, el que se aplica en las ciudades de todo el mundo a la recogida de basura) y los incentivos fiscales, además de los nuevos permisos de emisión negociables.

Un dato importante: en todos lados los nuevos tributos van acompañados de una considerable reducción de otros impuestos. Así, los contribuyentes no han sentido más pesada su carga impositiva, y los respectivos gobiernos cuentan con un buen volumen de dinero para financiar sus programas. En algunos países, como Suecia y Dinamarca, se redujo el impuesto a la renta; en otros, como Holanda y Alemania, se rebajaron las contribuciones a la seguridad social, tanto para las empresas como para los trabajadores. Por eso se habla de una “reforma” tributaria.

Vamos al detalle. La reforma fiscal verde está basada en tres puntos. El primero de ellos es la eliminación o reducción de subsidios ambientalmente nocivos. Aunque parezca absurdo, en casi todos los países del mundo existen todavía instrumentos que fomentan la destrucción del medioambiente. Es insólito, pero lamentablemente los ejemplos sobran. Estamos hablando de cosas tan extendidas como los subsidios a la agricultura convencional (en gran parte responsables de la degradación del suelo y la sobreexplotación de la Tierra) y a la pesca industrial (que provocaron una dramática reducción de las poblaciones de peces). Además, el mundo “civilizado” cuenta con otros subsidios menos directos, vinculados a disposiciones tributarias específicas (como variaciones de la tasa impositiva o exenciones), que también resultan nocivos para el medioambiente y felizmente están en vías de extinción. Veamos un ejemplo: hace unos años el carbón, que como sabemos es el combustible más contaminante, sólo tenía carga tributaria en cinco países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), en los cuales, como si fuera poco, los principales usuarios se benefician de numerosos descuentos y exenciones fiscales. No en vano, el carbón ha sido en casi todos los países el primero en recibir el peso de los impuestos.

La lista de subsidios nocivos es larga. Aunque parezca increíble, el sector del transporte, que es una de las mayores fuentes de contaminación, también goza de subsidios indirectos, aportando varias barbaridades al menú. Un ejemplo evidente es la práctica generalizada de aplicar al diesel un gravamen inferior al de otros combustibles, lo que contribuye a que cada día haya más vehículos con motores diesel (que son más contaminantes y ruidosos), y al rápido aumento de los fletes por carretera. Además, en muchos países hay otros subsidios indirectos, tales como la posibilidad de deducir los gastos del transporte laboral diario, o la exclusión de los vehículos de las empresas en la renta imponible.

El segundo punto de la reforma es la reestructuración de los impuestos existentes conforme a criterios ambientales. La idea es aumentar la carga fiscal a los productos y actividades más contaminantes. A modo de ejemplo, en muchos países se creó un impuesto diferencial para las gasolinas con y sin plomo. En casi todos los casos esto ha acelerado la desaparición de la primera de los mercados. En materia de reestructuración el candidato ideal para someterse a cambios es el sector de la energía, que es tanto una de las principales fuentes de contaminación como de ingresos tributarios. Otro sector, muy vinculado, es el transporte.

El tercer sostén de la reforma es la introducción de nuevos impuestos ambientales, ya sea a las emisiones (por ejemplo, de CO2) o a los productos (envases, fertilizantes, pesticidas, pilas, baterías, sustancias químicas, lubricantes, etc.). En la lista de nuevos impuestos aparecen cobros que para nosotros parecen ciencia-ficción. En Dinamarca, por ejemplo, se aplica un impuesto especial a los platos y cubiertos desechables. Aunque parece insignificante, el gravamen reportó al fisco danés nada menos que 20 millones de dólares el año 2005). En Holanda, por su parte, se cobra por la extracción de agua subterránea (por este concepto el fisco holandés percibió 212 millones de la moneda americana en 2005). Y en Suecia se cobra un impuesto destinado a reducir y almacenar los deshechos radioactivos (sólo por este concepto, el fisco sueco recaudó 88 millones de dólares el 2006).

Obviamente, los impuestos ambientales no son precisamente populares. Así como ocurre entre nosotros, en Europa a nadie le gusta pagar más. Para dar algo de legitimidad a las medidas, las principales decisiones de la reforma se han tomado a través de procesos participativos. En varios países se han creado con éxito “comisiones de impuestos ambientales”, las que reúnen a los interlocutores de los sectores público y privado en una labor conjunta. Ahí participan las instancias gubernamentales (ya sea ministerios de economía o medioambiente), representantes de los sectores productivos (agricultura, energía, transporte, manufactura), así como organizaciones no gubernamentales. Así y todo, algunos gobiernos, como el francés, han debido olvidar algunas reformas planteadas, como la reestructuración del impuesto a las gasolinas para vehículos.

Por lo pronto, iniciativas como la reforma fiscal permiten hablar de una nueva “economía verde”, un concepto que llena el escenario de optimismo. Se va demostrando que no es contradictorio, ni mucho menos imposible, conciliar los intereses del mercado con la protección del planeta. Literalmente, la protección se impone.

Fuentes:
CEPAL
OECD
SOFOFA
Universidad de Vigo
CONAMA
PNUMA

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